Este retrato de John Singer Sargent me cautivó, en parte inspirándome para este escrito, ver realmente cómo vivían y cuán distintas son las cosas ahora... o no...
Tengo una historia que no quiero escribir, y sin embargo no me abandona. La de una mujer que quiere ser la esposa de un rico. Ese es su objetivo en la vida. ¿Porqué trabajar? Es guapa, y lista, puede cazar un marido y disfrutar de la vida como se lleva haciendo desde hace siglos. Cree que la liberación de la mujer es una trampa y el feminismo, la pataleta de unas cuantas. Pero de alguna manera, se despierta un día en el siglo XIX, confundida con alguien de la alta sociedad del periodo británico de la regencia. Una vuelta al pasado de las novelas de Jane Austen. Isabel, que así se llama la protagonista de la historia, sufrirá una profunda transformación, porque a medida que vaya viendo que consigue todo lo que pensaba que quería, irá aprendiendo qué es lo realmente importante en la vida. ¿El dinero? ¿El estatus? ¿El reconocimiento ajeno? ¿La reputación? ¿La popularidad? ¿Codearse con la alta sociedad? Eso creía. Hasta que lo tuvo. ¿Y qué es lo que no quería? Fácil: dejarse arrastrar por la pasión, enamorarse, ponerse realmente en manos de otra persona, perder el control.
De momento la llamo Espejito, espejito mágico, y aquí dejo unas líneas...
Isabel se notaba a tan solo un paso de
estallar. ¿Es que su madre no lo entendía? Y además esta vez había
llegado demasiado lejos... “Ven a buscarme al trabajo e iremos
juntas a comer”. E Isabel había ido. Y de buen grado. El hotel
donde trabajaba su madre siempre le había gustado. El Mountford era
el edificio central de Cumberland Terrace, estaba decorado
exquisitamente con el estilo del periodo de la regencia, con
ostentación pero buen gusto en cada detalle, justo el tipo de hotel
lujoso en el que soñaba alojarse, pero no trabajar.
- Esto es una encerrona – le repitió de nuevo, y de nuevo con una cierta nota de rencor y tono acusador.
- El director me ha hecho un favor concediéndote esta entrevista, así que no me dejes en mal lugar. Sonríe y agradece la oportunidad, tienes 23 años y es hora de que consigas un empleo de verdad.
- ¿Contigo? ¿Limpiando la porquería de otros?
Si Evie se molestó por
el tono despectivo de su hija, no mostró ninguna señal. Solo
parecía cansada, pero una destello terco asomaba por su mirada. A
Isabel esto no le pillaba demasiado por sorpresa, en el último año
su madre había intentado sin descanso convencerla “de poner los
pies en la tierra”, como ella repetía una y otra vez. En los
últimos meses, era ya toda una rutina. Y a Isabel le parecía
extremadamente injusto. ¿Porqué tenía ella que escuchar a su madre
cuando ésta no escuchaba a Isabel? Y no es que se estuviera tocando
las narices tampoco. Isabel tenía un objetivo y estaba trabajando en
ello, solo que su madre no lo entendía.
- Madre, yo no soy como tú, no estoy hecha para vestir ese uniforme – para enfatizar sus palabras, miró de arriba abajo los tonos azules y blancos, parando unos segundos la vista en el impoluto delantal – o hacer esa cama - con un gesto abarcó el mueble - sino para dormir en ella y despertarme con el servicio de habitaciones. Ese es mi objetivo – su madre seguía sin hacer ningún gesto que indicase que cedería. Su mandíbula parecía estar esculpida en piedra, así que Isabel cejó en su empeño por hacerse entender y pasó al ataque – El mayor atractivo que tiene este hotel para mí es el de pescar a un hombre rico que quiera mimarme, y eso nunca lo conseguiré vestida como la servidumbre.
Evie parpadeó
fugazmente, dando un paso atrás de manera involuntaria. En su mirada
un nuevo velo había parecido. “La he herido” pensó Isabel, y se
sintió fatal por ello. Quiso rebajar la tensión y su propio tono,
disculparse con su madre aunque eso no significaba que fuese a ceder
en su decisión de lo que quería de la vida. Pero antes de tener la
ocasión de encontrar las palabras, su madre habló, y con un tono
sombrío y melancólico a partes iguales.
- Isabel, eres preciosa, pero eso pasará. Como me sucedió a mí. No debes depender de nadie, acepta mi consejo. Te quiero. No me gustaría que cometieses mis mismos errores. Tu padre era guapo y rico pero se desentendió. Mi frivolidad me hizo ser tonta y yo quiero para ti que seas más lista que eso... que todo esto – dijo mirando la habitación con desprecio – Es todo fachada. Lo importante está dentro de ti, y eso nunca te lo podrán quitar. Has dado vueltas y más vueltas por dos universidades, empezando tres carreras. Este trabajo no solo aliviará las deudas contraidas por tu... fallida educación, te ayudará a aprender criterio, y con ello a poner los...
- Los pies en la tierra... - recitó con rabia - ¡Para ya, mamá! ¡No aguanto oír esas palabras ni una sola vez más! Tú no lo entiendes, y a lo mejor no lo entenderás nunca. Tienes miedo de que yo sea como tú pero no lo soy... ¡No soy como tú! ¡No me va a pasar lo mismo que a ti! Déjame vivir mi vida y tomar mis elecciones, y sí, soy ambiciosa y no pienso pedir disculpas por ello... A lo mejor si tú lo fueras, no te conformarías con llegar a casa cansada por un trabajo mal valorado y mal pagado. Sí que aprendo de tus errores, mamá, y por eso jamás trabajaré aquí.
Sin esperar respuesta,
giró sobre sus talones y se dirigió con grandes pasos hacia la
puerta. Mientras la cerraba de un portazo, saliendo al pasillo, oyó
murmurar a su madre, pero no distinguió las palabras. Le daba igual
lo que dijese. El enfado afectaba a su respiración e intentó
controlarla y pausarla mientras presionaba por tercera vez el botón
para llamar al ascensor.
Isabel no era una niña
superficial y tonta que daba bandazos por la vida, creyéndose la
reina de Saba. Y eso es lo que daban a entender las palabras de Evie.
Isabel sabía perfectamente lo que quería y también sabía cómo
conseguirlo. Y eso era exactamente lo que estaba haciendo, se diese
cuenta su madre o no. Precisamente por haber crecido con estrecheces
y con los innumerables sermones de Evie acerca del dinero y de los
hombres, Isabel había aprendido la lección: no quería ser pobre,
no quería tener que preocuparse por la cuenta bancaria. Y no quería
enamorarse nunca.
¿Porqué tardaba tanto
el maldito ascensor?
Y sí, podía dedicar
todo su tiempo a trabajar duro y desde abajo para, a lo mejor, en
veinte años, empezar a disfrutar algo de la vida, veinte días
laborables al año, para ser exactos. Casarse por amor con otro duro
trabajador como ella, que le diese hijos por los que sacrificarse y a
los que recriminarles que se ajustaban el cinturón por su educación.
Pues no era la decisión que ella tomaba. Ella decidía y sería
escoger todo lo que la vida podía ofrecerle, usar su pelo sedoso, su
atractivo y sus medidas perfectas para, también, usar a un hombre
que tuviese más dinero del que un empleado veía en toda su vida.
Conseguir disfrutar en sus mejores años y no solo tras una laboriosa
jubilación. Eso era ser lista. Ella no había decidido las reglas
del juego pero jugaba con todos los ases de su manga, se adaptaba y
sacaría el mejor provecho de la mano que le había tocado.
En la universidad no
había saltado de una carrera a otra por capricho. Lo había hecho
para rodearse del círculo de personas que podrían catapultarla a
las altas esferas. No estudiaba para un diploma, estudiaba a las
personas que dirigían el mundo, para poder ser ella quien las
dirigiera a su vez. Las amistades que se había granjeado en estos
años sembraban la semilla de los contactos en las familias
adecuadas, su asistencia a bailes de etiqueta donde los hombres
adinerados elegían a sus mujeres.
E Isabel había hecho
progresos. En su móvil, su agenda de teléfonos tenía un valor
incalculable. Salía cada semana, formando poco a poco parte de ese
club selecto. Asistiendo cada vez más a los eventos que realmente
importaban, volviéndose popular entre aquellos hombres. Cultivando
una reputación de “valiosa” que la colocase en la lista de las
más deseadas como “futura esposa”. No es que fuera una
mentalidad de una época pasada, como le había dicho su madre en
alguna ocasión, es que era una mentalidad atemporal. Siempre había
habido mujeres que veían el matrimonio por el beneficio que las
aportaba. No pasaba de moda. Y eran las mujeres que mejor vivían sus
vidas.
Eso era ser lista. Mucho
más lista que su madre. Mucho más lista que las mujeres feministas
que quemaban sujetadores o salían en la prensa en topless para
reivindicar el aborto.
Y la inversión en su
educación no había sido fallida ni mucho menos. Ella se cultivaba y
aprendía de los libros, pero el destino de estos conocimientos no
era el curriculum, sino una conversación con personas interesantes e
interesadas. Tenía una dicción perfecta, unos modales elegantes, un
amplio vocabulario y una retórica exquisita.
Y sí. Todo ello
acompañado por maravillosos envoltorios de ropa de calidad y diseños
con clase. Isabel se esforzaba muchísimo con su exiguo presupuesto
para lucir a la altura de las compañías que frecuentaba. En esos
instantes llevaba una blusa de Dior que le había regalado una rica
amiga arrepentida de su compra, junto con unos vaqueros ajustados de
Tommy Hilfigher que estilizaban sus piernas, terminando en unos
tacones que realzaban dicho efecto. ¿Y su madre quería que así
vestida hiciese una entrevista de trabajo como asistenta? ¿Es que no
la había mirado bien? Todo en su ser, desde la ropa hasta el peinado
y el porte clamaban a gritos que merecía llegar a lo más alto. Ese
era el objetivo.
- ¡Por fin! - exclamó cuando oyó el sonido característico de la llegada del ascensor.
Las puertas se abrieron
con parsimonia e Isabel accedió al interior con la barbilla
ligeramente alzada.
Y entonces lo vio. Le
reconoció por los periódicos pero se esforzó por mantener una
actitud indiferente mientras se ponía a su lado, mirando ambos a los
espejos de las puertas. Mark Mountford, primogénito de una de las
familias mejor posicionadas de la alta sociedad británica. Treinta
años, en forma, nariz patricia, peinado desenfadado y a la moda con
el que quería dar un aire de rebeldía a su perfecto pedegree. A
través del espejo, Isabel hizo coincidir sus miradas como por
casualidad, percibiendo en seguida un leve brillo de interés en los
azules ojos del heredero.
- Me han dicho que este es uno de los mejores hoteles del mundo. ¿Qué tal está siendo su experiencia? - preguntó a Isabel con ligereza.
Ella le miró mientras
sonreía de manera ligeramente misteriosa.
- ¿Está usted tratando de ponerme en una situación comprometida? - inquirió con diversión.
- ¿A qué se refiere? - preguntó Mark con aire inocente.
- A que finge que es usted un simple cliente de este hotel, y no el hijo del dueño, así que si contesto con un “efectivamente, es el mejor hotel del mundo”, su ego se verá premiado, y si, en cambio, respondo con alguna crítica, usted confesará quién es y tendré que pedirle disculpas, por lo que, en cualquiera de los dos casos, yo estoy en una situación de desventaja frente a usted.
Mark Mountford rió ante
la respuesta con cara de travieso y justo entonces el ascensor llegó
a la planta baja. Isabel emprendió el paso dejándolo atrás,
cruzando la recepción en dirección a la salida. Ella pudo oír cómo
él acortaba esa distancia con pasos decididos y para cuando el ujier
abría diligentemente el acristalado portón, Mark la adelantó,
obligándola a parar frente a él.
- Soy yo el que está en clara desventaja – sonrió destilando encanto – puesto que usted sabe quién soy yo, y yo me muero por saber quién es usted.
- Oh, nadie, no soy nadie – le dijo Isabel con estudiada picardía, imprimiendo intención a su flirteo – Y si espera a que me vaya para ir a preguntar en recepción por mi nombre, no gaste fuerzas. No me alojo en su hotel.
- Está usted acrecentando mi curiosidad... Dígame su nombre.
- ¿Para qué lo necesita? - Isabel miró su reloj, lanzando la inequívoca señal a Mark de que se le acababa el tiempo. Él se tomó un par de segundos antes de responder. En sus ojos, esa expresión que ella llamaba “apuesto el doble”.
- Para añadirlo a la lista de la fiesta benéfica de este jueves. Será terriblemente aburrida y estoy convencido de que si usted asiste, la noche mejorará sensiblemente.
La fiesta Red Rose...
Isabel sonrió para sus adentros. El evento anual más importante del
hotel, y acababa de invitarla uno de los solteros más codiciados de
todo el continente.
- Puede ponerlo a nombre de Isabel.
- ¿Sin apellido?
- Bueno, usted tiene uno lo suficientemente ostentoso por los dos, ¿no le parece?
Mark volvió a reír,
dejando al descubierto unos dientes perfectos.
- Puedo llevarla a su casa ahora y así sabré dónde recogerla el jueves a las siete.
Isabel inclinó la
cabeza haciendo un gracioso mohín.
- Lo siento, pero me están esperando. El jueves nos vemos aquí en su hotel. He oído recientemente que es uno de los mejores del mundo.
Y con una angelical
sonrisa, Isabel se acercó a la fila de taxis que solía esperar
junto al Mountford, mientras su heredero la observaba maravillado.
“Hombres” pensó
Isabel con suficiencia. “Les encanta ser cazadores, lo llevan en el
ADN”.
Aquel jueves sería perfecto. Nada, absolutamente nada, podía salir
mal. Isabel sabía al detalle cómo eran este tipo de eventos. Sabía
qué llevar, de qué temas hablar, con quién hablar, cuánto beber,
qué comer y cómo, con quién bailar y hasta qué canciones
tocarían. Probablemente lo único que no sabía es cuál era la
asociación benéfica para la cual se estaban recaudando fondos.
Su taxi paró en la
congestionada puerta del hotel, pero estaba todo calculado. Esos
momentos extras los utilizó para terminar de retocarse. Cuando lo
que vio en su pequeño espejo la satisfizo, volvió a admirar su
vestido. Largo de gasa esponjosa, de un tono gris perla con toques de
pedrería plateada. El corte estilizaba su figura confiriendo
elegancia a su cuello y a sus hombros descubiertos. Las pequeñas
mangas caían con gracia y acierto sobre sus brazos hasta pocos
centímetros antes de encontrarse con unos guantes largos de color
blanco roto. Era una pena tener que devolverlo al día siguiente.
Un empleado del hotel al
que Isabel no reconoció le abrió la puerta del taxi llegado el
momento, y ella bajó posando ambos pies en la acera. Se dirigió
casi flotando hacia la entrada, donde Mark daba la bienvenida a
varios invitados vestidos de gala. Al divisarla, un brillo de
reconocimiento bailó en sus ojos y excusándose a toda prisa con el
hombre con el que había estado hablando segundos antes, se dirigió
hacia ella con el brazo extendido.
- Está usted guapísima, Isabel.
- Usted también, señor Mountford.
Mark
se acercó a ella unos centímetros, como si fuera a contar un
secreto.
- Para el final de la velada - bajó la voz como si estuviese conspirando – conseguiré que nos tuteémos.
Si Isabel hubiese tenido
alguna duda sobre cuál era el lugar que anhelaba, el siguiente par
de horas la habría aplastado sin miramientos. Mark la llevó de un
lado al otro a través de los salones del hotel, donde los distintos
entretenimientos, incluyendo grupos de gente de todas las esferas, se
ofrecían a ella en todo su apogeo, y es que iba del brazo de Mark
Mountford. Sonrió. Esa era la llave de la mejor vida que alguien
podía desear. Mark era guapo, divertido, todo un caballero de abrir
puertas y acercar el asiento. Si Isabel hubiera sido solo un poco más
ingenua, habría sido muy fácil dejarse atrapar por la fantasía de
que podría enamorarse.
- El edificio se construyó en 1826 por mi tatara tatarabuelo (tendrás que disculparme si no acierto en algún tátara) – sonrió - Originalmente eran 31 viviendas residenciales frente al Regents Park, así que el todavía príncipe Jorge IV tuvo que dar su visto bueno, ya que iba a verlo cada mañana al despertarse – Mark sonreía glotón y orgulloso en su papel de guía turístico – Mi antepasado fue el primero en mudarse en 1828, y no fue ocupado al cien por cien hasta el 36. Mi abuelo compró algunos apartamentos del bloque central que se habían vendido con los años y lo convirtió en el hotel que ahora tienes delante. Pero la decoración, aun con todos los avances modernos en cuanto a comodidades, es un viaje en el tiempo. Se ha mantenido tal y como debía de estar en aquella época – Mark dejó entonces de mirar a su alrededor para volver su atención a Isabel -Y hasta se ha utilizado como set de rodaje. En el 68 grabaron aquí Dr. Who.
- Es realmente impresionante – ella sonrió – Me gusta particularmente la zona de las columnas Jónicas.
- ¿Te gusta el estilo griego? - preguntó, por primera vez dejando los formalismos – Hay unos frisos en la suite presidencial del ático que son, a mi juicio, lo más bonito que tenía el hotel hasta esta noche – dijo Mark con intención.
- Me encantaría verlos, pero espero que no estés usando este viejo truco para llevarme a una habitación de hotel – le provocó.
- Mis intenciones son puramente artísticas – fingió ofenderse – Sígame, Isabel, hasta el ascensor donde nos conocimos.
Mark sonrió con aquel
deje de travesura que le hacía tan atractivo y ella le acompañó
disfrutando de su buen humor. Pero sin dejarse llevar por su encanto.
Este hombre era perfecto, exactamente lo que ella buscaba, así que
no iba a perder la cabeza y dejarse seducir, ni esa noche, ni en los
próximos meses.
La suite presidencial
era la exquisitez y el refinamiento convertido en alojamiento. Todo,
desde el suelo hasta los techos pintados eran por sí mismos obras de
arte neoclásicas. Un amplio salón daba paso a una sala de estar más
privada, y ésta a una habitación con una inmensa cama, tan alta que
tenía a sus pies un pequeño taburete para poder auparse y acostarse
en ella.
- Si me disculpas, voy a aprovechar a refrescarme, ponte cómoda, cotillea todo lo que quieras, estás en tu casa.
- No hará falta, debemos volver a la fiesta – le advirtió Isabel con sutileza, la misma que él había usado para referirse a ir al baño.
Una vez que él hubo
desaparecido por una de las puertas de la habitación, Isabel se
relajó, tomándose su tiempo para mirar los muebles con
detenimiento. Era precioso. Eso es lo que ella quería, que así
fuera su casa. La luz de la luna entraba por las ventanas aportando
un ambiente más romántico que el de los led escondidos por entre
las molduras de las paredes. Una coqueta inequívocamente antigua
reposaba a tan solo unos pasos de la cristalera. Isabel se acercó y
pudo observar la pequeña banqueta que la completaba, y todo el
despliegue de artículos de tocador que regaban la superficie de
roble del mueble.
Sin poder resistir la
tentación, Isabel se sentó y se miró en aquel espejo salpicado de
motitas oscuras. Con su mano enguantada, acarició una cepillo de
gruesas cerdas con empuñadura de plata. A continuación, sostuvo en
alto un pequeño espejo que se parecía muchísimo al de la película
de la Bella y la Bestia, salvo por los rayos verdes, claro.
- Espejito, espejito mágico... - murmuró en tono de burla.
Un latigazo de dolor le
cruzó por la cabeza. Isabel cerró los ojos, sorprendida. Su salud
era de hierro, sería pura ley de Murphy que justo esa noche sufriese
una jaqueca. Al pasar el malestar, volvió a abrir los ojos, pero le
costó unos instantes enfocar la vista, y justo entonces otro
pinchazo hizo que frunciese el ceño. Mark llevaba un rato en el
aseo, volvería en cualquier momento y no quería que la viera así.
Podía estar haciendo sus necesidades o quizá consumiendo alguna
droga, le daba igual. Cuanto antes saliese y pudiesen volver a la
fiesta, mejor.
Esta vez su estómago
fue el que se contrajo en un espasmo. El pinchazo de la cabeza se
había convertido en un dolor sordo en la base del cráneo e Isabel
sintió ganas de vomitar. Sorprendida, vio que seguía sosteniendo el
pequeño espejo en su mano y lo dejó sobre la coqueta por miedo a
romperlo.
- Mark... - intentó llamarlo, pero no le salió más que un susurro ahogado.
Iba a vomitar, y no
quería que él lo viese, era mejor desaparecer, buscar un cuarto de
baño, echarse agua en el cuello y recuperarse antes de volver a
entrar en el juego.
Tambaleante y sin poder
enfocar bien, Isabel se levantó y salió hacia la sala de estar,
abrió lo que pensaba era un cuarto de baño pero se encontró con un
armario, en el salón no tuvo mejor suerte así que salió de nuevo
al pasillo. Le dio la impresión de que había menos luz que antes,
pero quizá fuese un efecto óptico por culpa de su jaqueca. Tuvo que
apoyar una mano en la pared cuando se mareó. Volvió a cerrar los
ojos con fuerza y mientras todo estaba oscuro, notó un hondo vértigo
apoderarse de ella mientras sentía cómo el chal se le escurría por
el brazo.
- Madam – Escuchó a sus espaldas una voz de mujer.
Pero Isabel no pudo
girarse hacia ella antes de desmayarse.
Isabel notaba un ligero
dolor de cabeza mientras su cerebro comenzaba a despertarse. “Un
momento, ¿dónde estoy?”. Abrió los ojos pero todo estaba en
penumbra. Estaba tumbada sobre una superficie mullida y estaba
tapada. Bajo las sábanas, se llevó las manos al cuerpo alarmada,
para tranquilizarse al constatar que seguía llevando el vestido,
aunque ya no los guantes. “¿Estoy en el hotel?”. Desde luego no
era su cama. Se incorporó y con dedos tentativos buscó el borde del
colchón. Cuando lo encontró dirigió ambos pies hacia el exterior,
cuidando de que el vestido no se le subiese demasiado y así no se
arrugase más que lo justo. Tenía que devolverlo, ¿qué hora sería?
Nunca se había desmayado, ya era mala suerte que tuviera que haber
sido en mitad de la Red Rose.
Perdida en sus
pensamientos, el piloto automático de su cerebro calculó la altura
de la cama para bajarse de ella con las medidas modernas, así que la
caída fue inevitable y el golpe sordo del culetazo que se dio a
continuación reverberó por toda la oscura estancia.
- Mierda, qué leche me he metido...
Lo peor es que le había
parecido oír el característico sonido de la tela rasgándose. Se
puso de pie y con las manos extendidas frente a ella comenzó a
explorar buscando un camino seguro que la guiase hacia la levísima
luz que se filtraba por entre las pesadas cortinas cerradas de la
ventana. Al llegar las abrió todo lo posible y la luz de la luna,
que antes le había parecido romántica, ahora teñía con unas
sombras fantasmagóricas una densa niebla en la calle. Oyó un
carruaje de caballos pasando justo en ese momento. ¿Qué hora sería?
¿Había turistas a esas horas paseando por Londres? En realidad le
importaba un comino, así que con algo más de luz, comenzó a buscar
las de verdad, las led. En las paredes no consiguió divisar ningún
aplique o interruptor. ¿Capaces eran los Mountford de haber puesto
ese sistema tan hortera de dar dos palmadas para encender y una para
apagar? Imposible. Se volvió hacia la cama, probaría mejor suerte
con la de la mesilla de noche. Allí estaba, una réplica perfecta de
una lámapara de aceite. Buscó el cable donde estuviese el botón
pero no tenía. Mierda, ¿era un adorno?.
- Joder, ¿no hay ninguna luz? - Miró impotente a su alrededor y dudando, dio una palmada. Nada. Dio dos palmadas – Soy imbécil – se dijo.
Su única esperanza era
salir al pasillo. Si ya era viernes, y era lo más probable, su madre
estaría trabajando por el hotel. No quería encontrarse con ella,
saldría sin más y dejaría su número de móvil en recepción para
que Mark la llamase y le diese respuestas, pero tenía toda la pinta
de que se había desmayado, Mark la había recogido y la había
llevado a descansar a una habitación del hotel que no tuviese
huésped. Maldición, al final la noche perfecta se había torcido.
Abrió la puerta y se
internó en una sala de estar. Era una suite, pero no era la
presidencial... ¿O sí? En realidad no podía ver demasiado, quizá
estaba más desorientada de lo que creía. En esos momentos una
puerta al otro lado de la estancia se abrió, trayendo consigo algo de
luz. Una mujer enjuta vestida como una sirvienta o como una
peregrina, no estaba segura, le hizo una reverencia a Isabel,
haciendo bailar una lámapara de aceite muy parecida a la de la
mesilla de la suite.
- Señora De Benci – murmuró.
Isabel la miró de hito
en hito. ¿Una atracción de la fiesta? ¿Aun no había terminado?
¿Pero qué hora sería? ¿Y cómo la había llamado?
- Disculpe, ¿puede darme la hora?
- Las cinco y media, madam – contestó solícita la mujer - ¿Puedo serle de ayuda, madam?
- ¿De la tarde o de la mañana? - preguntó confusa.
- De la mañana, madam – la mujer parecía sumamente incómoda pero a Isabel se le escapaba la razón exacta. Se había quedado muy quieta, mirando el suelo con actitud sumisa y tensa, parecía esperar que Isabel dijese algo.
- Si me disculpas... - murmuró, buscando terminar con aquella situación tan rara, pero por lo visto sus palabras sorprendieron aun más a la mujer.
De repente, como si
escondiese un resorte bajo sus metros y más metros de tela, la mujer
dio un par de pasos hacia atrás, de camino a la puerta pero sin dar
la espalda a Isabel, y la abrió lo justo para poder escurrirse por
ella y desaparecer.
- Estupendo, se ha llevado la luz.
Isabel se frotó la nuca
y se dio cuenta en ese momento de que ya no le dolía la cabeza. Se
encaminó hacia la puerta por donde había desaparecido la extraña
mujer pero antes de llegar a ella, ésta se volvía a abrir, solo que
fue un hombre con mucha menos pinta de intimidado el que entró. Su
nariz hubiera podido arañar el techo si la hubiese subido solo un
poquito más, sus ropas negras y blancas parecían las de un
mayordomo de las películas, y la reverencia que hizo a continuación,
fue como si un palo se torciese y luego volviese a estirarse. Pero al
igual que la mujer, se quedó allí plantado, mirando al infinito,
como esperando algo. “¿Qué diablos...?”. Sus pensamientos se
vieron interrumpidos por un elocuente carraspeo con cierto aire de
censura por parte del desconocido. Qué maleducado, ¿porqué no
decía nada? ¿quién era?
- Buenos días – dijo entonces Isabel tomando la iniciativa y confiriendo un tono frío a su saludo.
- Buenos días, madam. Mi nombre es Hopkins y si usted me acepta, seré su mayordomo – Vale, otro actor – Le pido disculpas por el retraso, se nos notificó su llegada para el día 24 y solo tenemos el personal mínimo en la casa. Hoy mismo comenzaré con la contratación del resto de los sirvientes para poder abrirla por completo. ¿Desea que me encargue también de encontrar una doncella para la señora?
- Una doncella estaría genial, sí – bromeó Isabel recordando sus lecciones de historia - ¿Y la fiesta? - se centró – Abajo, ¿verdad?
- Disculpe, madam, ¿desea usted ofrecer una fiesta con motivo de su llegada?
- No, la fiesta de Mountford, la Red Rose, ¿me puede indicar el camino? ¿O ya ha terminado?
No estoy muy segura de que esta sea una buena historia... Se admiten críticas y sugerencias!
Sandra Barroso
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