lunes, 29 de febrero de 2016

Una historia diferente...


Este retrato de John Singer Sargent me cautivó, en parte inspirándome para este escrito, ver realmente cómo vivían y cuán distintas son las cosas ahora... o no...

Tengo una historia que no quiero escribir, y sin embargo no me abandona. La de una mujer que quiere ser la esposa de un rico. Ese es su objetivo en la vida. ¿Porqué trabajar? Es guapa, y lista, puede cazar un marido y disfrutar de la vida como se lleva haciendo desde hace siglos. Cree que la liberación de la mujer es una trampa y el feminismo, la pataleta de unas cuantas. Pero de alguna manera, se despierta un día en el siglo XIX, confundida con alguien de la alta sociedad del periodo británico de la regencia. Una vuelta al pasado de las novelas de Jane Austen. Isabel, que así se llama la protagonista de la historia, sufrirá una profunda transformación, porque a medida que vaya viendo que consigue todo lo que pensaba que quería, irá aprendiendo qué es lo realmente importante en la vida. ¿El dinero? ¿El estatus? ¿El reconocimiento ajeno? ¿La reputación?  ¿La popularidad? ¿Codearse con la alta sociedad? Eso creía. Hasta que lo tuvo. ¿Y qué es lo que no quería? Fácil: dejarse arrastrar por la pasión, enamorarse, ponerse realmente en manos de otra persona, perder el control.


De momento la llamo Espejito, espejito mágico, y aquí dejo unas líneas...




Isabel se notaba a tan solo un paso de estallar. ¿Es que su madre no lo entendía? Y además esta vez había llegado demasiado lejos... “Ven a buscarme al trabajo e iremos juntas a comer”. E Isabel había ido. Y de buen grado. El hotel donde trabajaba su madre siempre le había gustado. El Mountford era el edificio central de Cumberland Terrace, estaba decorado exquisitamente con el estilo del periodo de la regencia, con ostentación pero buen gusto en cada detalle, justo el tipo de hotel lujoso en el que soñaba alojarse, pero no trabajar.
  • Esto es una encerrona – le repitió de nuevo, y de nuevo con una cierta nota de rencor y tono acusador.
  • El director me ha hecho un favor concediéndote esta entrevista, así que no me dejes en mal lugar. Sonríe y agradece la oportunidad, tienes 23 años y es hora de que consigas un empleo de verdad.
  • ¿Contigo? ¿Limpiando la porquería de otros?
Si Evie se molestó por el tono despectivo de su hija, no mostró ninguna señal. Solo parecía cansada, pero una destello terco asomaba por su mirada. A Isabel esto no le pillaba demasiado por sorpresa, en el último año su madre había intentado sin descanso convencerla “de poner los pies en la tierra”, como ella repetía una y otra vez. En los últimos meses, era ya toda una rutina. Y a Isabel le parecía extremadamente injusto. ¿Porqué tenía ella que escuchar a su madre cuando ésta no escuchaba a Isabel? Y no es que se estuviera tocando las narices tampoco. Isabel tenía un objetivo y estaba trabajando en ello, solo que su madre no lo entendía.
  • Madre, yo no soy como tú, no estoy hecha para vestir ese uniforme – para enfatizar sus palabras, miró de arriba abajo los tonos azules y blancos, parando unos segundos la vista en el impoluto delantal – o hacer esa cama - con un gesto abarcó el mueble - sino para dormir en ella y despertarme con el servicio de habitaciones. Ese es mi objetivo – su madre seguía sin hacer ningún gesto que indicase que cedería. Su mandíbula parecía estar esculpida en piedra, así que Isabel cejó en su empeño por hacerse entender y pasó al ataque – El mayor atractivo que tiene este hotel para mí es el de pescar a un hombre rico que quiera mimarme, y eso nunca lo conseguiré vestida como la servidumbre.
Evie parpadeó fugazmente, dando un paso atrás de manera involuntaria. En su mirada un nuevo velo había parecido. “La he herido” pensó Isabel, y se sintió fatal por ello. Quiso rebajar la tensión y su propio tono, disculparse con su madre aunque eso no significaba que fuese a ceder en su decisión de lo que quería de la vida. Pero antes de tener la ocasión de encontrar las palabras, su madre habló, y con un tono sombrío y melancólico a partes iguales.
  • Isabel, eres preciosa, pero eso pasará. Como me sucedió a mí. No debes depender de nadie, acepta mi consejo. Te quiero. No me gustaría que cometieses mis mismos errores. Tu padre era guapo y rico pero se desentendió. Mi frivolidad me hizo ser tonta y yo quiero para ti que seas más lista que eso... que todo esto – dijo mirando la habitación con desprecio – Es todo fachada. Lo importante está dentro de ti, y eso nunca te lo podrán quitar. Has dado vueltas y más vueltas por dos universidades, empezando tres carreras. Este trabajo no solo aliviará las deudas contraidas por tu... fallida educación, te ayudará a aprender criterio, y con ello a poner los...
  • Los pies en la tierra... - recitó con rabia - ¡Para ya, mamá! ¡No aguanto oír esas palabras ni una sola vez más! Tú no lo entiendes, y a lo mejor no lo entenderás nunca. Tienes miedo de que yo sea como tú pero no lo soy... ¡No soy como tú! ¡No me va a pasar lo mismo que a ti! Déjame vivir mi vida y tomar mis elecciones, y sí, soy ambiciosa y no pienso pedir disculpas por ello... A lo mejor si tú lo fueras, no te conformarías con llegar a casa cansada por un trabajo mal valorado y mal pagado. Sí que aprendo de tus errores, mamá, y por eso jamás trabajaré aquí.
Sin esperar respuesta, giró sobre sus talones y se dirigió con grandes pasos hacia la puerta. Mientras la cerraba de un portazo, saliendo al pasillo, oyó murmurar a su madre, pero no distinguió las palabras. Le daba igual lo que dijese. El enfado afectaba a su respiración e intentó controlarla y pausarla mientras presionaba por tercera vez el botón para llamar al ascensor.
Isabel no era una niña superficial y tonta que daba bandazos por la vida, creyéndose la reina de Saba. Y eso es lo que daban a entender las palabras de Evie. Isabel sabía perfectamente lo que quería y también sabía cómo conseguirlo. Y eso era exactamente lo que estaba haciendo, se diese cuenta su madre o no. Precisamente por haber crecido con estrecheces y con los innumerables sermones de Evie acerca del dinero y de los hombres, Isabel había aprendido la lección: no quería ser pobre, no quería tener que preocuparse por la cuenta bancaria. Y no quería enamorarse nunca.
¿Porqué tardaba tanto el maldito ascensor?
Y sí, podía dedicar todo su tiempo a trabajar duro y desde abajo para, a lo mejor, en veinte años, empezar a disfrutar algo de la vida, veinte días laborables al año, para ser exactos. Casarse por amor con otro duro trabajador como ella, que le diese hijos por los que sacrificarse y a los que recriminarles que se ajustaban el cinturón por su educación. Pues no era la decisión que ella tomaba. Ella decidía y sería escoger todo lo que la vida podía ofrecerle, usar su pelo sedoso, su atractivo y sus medidas perfectas para, también, usar a un hombre que tuviese más dinero del que un empleado veía en toda su vida. Conseguir disfrutar en sus mejores años y no solo tras una laboriosa jubilación. Eso era ser lista. Ella no había decidido las reglas del juego pero jugaba con todos los ases de su manga, se adaptaba y sacaría el mejor provecho de la mano que le había tocado.
En la universidad no había saltado de una carrera a otra por capricho. Lo había hecho para rodearse del círculo de personas que podrían catapultarla a las altas esferas. No estudiaba para un diploma, estudiaba a las personas que dirigían el mundo, para poder ser ella quien las dirigiera a su vez. Las amistades que se había granjeado en estos años sembraban la semilla de los contactos en las familias adecuadas, su asistencia a bailes de etiqueta donde los hombres adinerados elegían a sus mujeres.
E Isabel había hecho progresos. En su móvil, su agenda de teléfonos tenía un valor incalculable. Salía cada semana, formando poco a poco parte de ese club selecto. Asistiendo cada vez más a los eventos que realmente importaban, volviéndose popular entre aquellos hombres. Cultivando una reputación de “valiosa” que la colocase en la lista de las más deseadas como “futura esposa”. No es que fuera una mentalidad de una época pasada, como le había dicho su madre en alguna ocasión, es que era una mentalidad atemporal. Siempre había habido mujeres que veían el matrimonio por el beneficio que las aportaba. No pasaba de moda. Y eran las mujeres que mejor vivían sus vidas.
Eso era ser lista. Mucho más lista que su madre. Mucho más lista que las mujeres feministas que quemaban sujetadores o salían en la prensa en topless para reivindicar el aborto.
Y la inversión en su educación no había sido fallida ni mucho menos. Ella se cultivaba y aprendía de los libros, pero el destino de estos conocimientos no era el curriculum, sino una conversación con personas interesantes e interesadas. Tenía una dicción perfecta, unos modales elegantes, un amplio vocabulario y una retórica exquisita.
Y sí. Todo ello acompañado por maravillosos envoltorios de ropa de calidad y diseños con clase. Isabel se esforzaba muchísimo con su exiguo presupuesto para lucir a la altura de las compañías que frecuentaba. En esos instantes llevaba una blusa de Dior que le había regalado una rica amiga arrepentida de su compra, junto con unos vaqueros ajustados de Tommy Hilfigher que estilizaban sus piernas, terminando en unos tacones que realzaban dicho efecto. ¿Y su madre quería que así vestida hiciese una entrevista de trabajo como asistenta? ¿Es que no la había mirado bien? Todo en su ser, desde la ropa hasta el peinado y el porte clamaban a gritos que merecía llegar a lo más alto. Ese era el objetivo.
  • ¡Por fin! - exclamó cuando oyó el sonido característico de la llegada del ascensor.
Las puertas se abrieron con parsimonia e Isabel accedió al interior con la barbilla ligeramente alzada.
Y entonces lo vio. Le reconoció por los periódicos pero se esforzó por mantener una actitud indiferente mientras se ponía a su lado, mirando ambos a los espejos de las puertas. Mark Mountford, primogénito de una de las familias mejor posicionadas de la alta sociedad británica. Treinta años, en forma, nariz patricia, peinado desenfadado y a la moda con el que quería dar un aire de rebeldía a su perfecto pedegree. A través del espejo, Isabel hizo coincidir sus miradas como por casualidad, percibiendo en seguida un leve brillo de interés en los azules ojos del heredero.
  • Me han dicho que este es uno de los mejores hoteles del mundo. ¿Qué tal está siendo su experiencia? - preguntó a Isabel con ligereza.
Ella le miró mientras sonreía de manera ligeramente misteriosa.
  • ¿Está usted tratando de ponerme en una situación comprometida? - inquirió con diversión.
  • ¿A qué se refiere? - preguntó Mark con aire inocente.
  • A que finge que es usted un simple cliente de este hotel, y no el hijo del dueño, así que si contesto con un “efectivamente, es el mejor hotel del mundo”, su ego se verá premiado, y si, en cambio, respondo con alguna crítica, usted confesará quién es y tendré que pedirle disculpas, por lo que, en cualquiera de los dos casos, yo estoy en una situación de desventaja frente a usted.
Mark Mountford rió ante la respuesta con cara de travieso y justo entonces el ascensor llegó a la planta baja. Isabel emprendió el paso dejándolo atrás, cruzando la recepción en dirección a la salida. Ella pudo oír cómo él acortaba esa distancia con pasos decididos y para cuando el ujier abría diligentemente el acristalado portón, Mark la adelantó, obligándola a parar frente a él.
  • Soy yo el que está en clara desventaja – sonrió destilando encanto – puesto que usted sabe quién soy yo, y yo me muero por saber quién es usted.
  • Oh, nadie, no soy nadie – le dijo Isabel con estudiada picardía, imprimiendo intención a su flirteo – Y si espera a que me vaya para ir a preguntar en recepción por mi nombre, no gaste fuerzas. No me alojo en su hotel.
  • Está usted acrecentando mi curiosidad... Dígame su nombre.
  • ¿Para qué lo necesita? - Isabel miró su reloj, lanzando la inequívoca señal a Mark de que se le acababa el tiempo. Él se tomó un par de segundos antes de responder. En sus ojos, esa expresión que ella llamaba “apuesto el doble”.
  • Para añadirlo a la lista de la fiesta benéfica de este jueves. Será terriblemente aburrida y estoy convencido de que si usted asiste, la noche mejorará sensiblemente.
La fiesta Red Rose... Isabel sonrió para sus adentros. El evento anual más importante del hotel, y acababa de invitarla uno de los solteros más codiciados de todo el continente.
  • Puede ponerlo a nombre de Isabel.
  • ¿Sin apellido?
  • Bueno, usted tiene uno lo suficientemente ostentoso por los dos, ¿no le parece?
Mark volvió a reír, dejando al descubierto unos dientes perfectos.
  • Puedo llevarla a su casa ahora y así sabré dónde recogerla el jueves a las siete.
Isabel inclinó la cabeza haciendo un gracioso mohín.
  • Lo siento, pero me están esperando. El jueves nos vemos aquí en su hotel. He oído recientemente que es uno de los mejores del mundo.
Y con una angelical sonrisa, Isabel se acercó a la fila de taxis que solía esperar junto al Mountford, mientras su heredero la observaba maravillado.
“Hombres” pensó Isabel con suficiencia. “Les encanta ser cazadores, lo llevan en el ADN”.

Aquel jueves sería perfecto. Nada, absolutamente nada, podía salir mal. Isabel sabía al detalle cómo eran este tipo de eventos. Sabía qué llevar, de qué temas hablar, con quién hablar, cuánto beber, qué comer y cómo, con quién bailar y hasta qué canciones tocarían. Probablemente lo único que no sabía es cuál era la asociación benéfica para la cual se estaban recaudando fondos.
Su taxi paró en la congestionada puerta del hotel, pero estaba todo calculado. Esos momentos extras los utilizó para terminar de retocarse. Cuando lo que vio en su pequeño espejo la satisfizo, volvió a admirar su vestido. Largo de gasa esponjosa, de un tono gris perla con toques de pedrería plateada. El corte estilizaba su figura confiriendo elegancia a su cuello y a sus hombros descubiertos. Las pequeñas mangas caían con gracia y acierto sobre sus brazos hasta pocos centímetros antes de encontrarse con unos guantes largos de color blanco roto. Era una pena tener que devolverlo al día siguiente.
Un empleado del hotel al que Isabel no reconoció le abrió la puerta del taxi llegado el momento, y ella bajó posando ambos pies en la acera. Se dirigió casi flotando hacia la entrada, donde Mark daba la bienvenida a varios invitados vestidos de gala. Al divisarla, un brillo de reconocimiento bailó en sus ojos y excusándose a toda prisa con el hombre con el que había estado hablando segundos antes, se dirigió hacia ella con el brazo extendido.
  • Está usted guapísima, Isabel.
  • Usted también, señor Mountford.
Mark se acercó a ella unos centímetros, como si fuera a contar un secreto.
  • Para el final de la velada - bajó la voz como si estuviese conspirando – conseguiré que nos tuteémos.

Si Isabel hubiese tenido alguna duda sobre cuál era el lugar que anhelaba, el siguiente par de horas la habría aplastado sin miramientos. Mark la llevó de un lado al otro a través de los salones del hotel, donde los distintos entretenimientos, incluyendo grupos de gente de todas las esferas, se ofrecían a ella en todo su apogeo, y es que iba del brazo de Mark Mountford. Sonrió. Esa era la llave de la mejor vida que alguien podía desear. Mark era guapo, divertido, todo un caballero de abrir puertas y acercar el asiento. Si Isabel hubiera sido solo un poco más ingenua, habría sido muy fácil dejarse atrapar por la fantasía de que podría enamorarse.
  • El edificio se construyó en 1826 por mi tatara tatarabuelo (tendrás que disculparme si no acierto en algún tátara) – sonrió - Originalmente eran 31 viviendas residenciales frente al Regents Park, así que el todavía príncipe Jorge IV tuvo que dar su visto bueno, ya que iba a verlo cada mañana al despertarse – Mark sonreía glotón y orgulloso en su papel de guía turístico – Mi antepasado fue el primero en mudarse en 1828, y no fue ocupado al cien por cien hasta el 36. Mi abuelo compró algunos apartamentos del bloque central que se habían vendido con los años y lo convirtió en el hotel que ahora tienes delante. Pero la decoración, aun con todos los avances modernos en cuanto a comodidades, es un viaje en el tiempo. Se ha mantenido tal y como debía de estar en aquella época – Mark dejó entonces de mirar a su alrededor para volver su atención a Isabel -Y hasta se ha utilizado como set de rodaje. En el 68 grabaron aquí Dr. Who.
  • Es realmente impresionante – ella sonrió – Me gusta particularmente la zona de las columnas Jónicas.
  • ¿Te gusta el estilo griego? - preguntó, por primera vez dejando los formalismos – Hay unos frisos en la suite presidencial del ático que son, a mi juicio, lo más bonito que tenía el hotel hasta esta noche – dijo Mark con intención.
  • Me encantaría verlos, pero espero que no estés usando este viejo truco para llevarme a una habitación de hotel – le provocó.
  • Mis intenciones son puramente artísticas – fingió ofenderse – Sígame, Isabel, hasta el ascensor donde nos conocimos.
Mark sonrió con aquel deje de travesura que le hacía tan atractivo y ella le acompañó disfrutando de su buen humor. Pero sin dejarse llevar por su encanto. Este hombre era perfecto, exactamente lo que ella buscaba, así que no iba a perder la cabeza y dejarse seducir, ni esa noche, ni en los próximos meses.
La suite presidencial era la exquisitez y el refinamiento convertido en alojamiento. Todo, desde el suelo hasta los techos pintados eran por sí mismos obras de arte neoclásicas. Un amplio salón daba paso a una sala de estar más privada, y ésta a una habitación con una inmensa cama, tan alta que tenía a sus pies un pequeño taburete para poder auparse y acostarse en ella.
  • Si me disculpas, voy a aprovechar a refrescarme, ponte cómoda, cotillea todo lo que quieras, estás en tu casa.
  • No hará falta, debemos volver a la fiesta – le advirtió Isabel con sutileza, la misma que él había usado para referirse a ir al baño.
Una vez que él hubo desaparecido por una de las puertas de la habitación, Isabel se relajó, tomándose su tiempo para mirar los muebles con detenimiento. Era precioso. Eso es lo que ella quería, que así fuera su casa. La luz de la luna entraba por las ventanas aportando un ambiente más romántico que el de los led escondidos por entre las molduras de las paredes. Una coqueta inequívocamente antigua reposaba a tan solo unos pasos de la cristalera. Isabel se acercó y pudo observar la pequeña banqueta que la completaba, y todo el despliegue de artículos de tocador que regaban la superficie de roble del mueble.
Sin poder resistir la tentación, Isabel se sentó y se miró en aquel espejo salpicado de motitas oscuras. Con su mano enguantada, acarició una cepillo de gruesas cerdas con empuñadura de plata. A continuación, sostuvo en alto un pequeño espejo que se parecía muchísimo al de la película de la Bella y la Bestia, salvo por los rayos verdes, claro.
  • Espejito, espejito mágico... - murmuró en tono de burla.
Un latigazo de dolor le cruzó por la cabeza. Isabel cerró los ojos, sorprendida. Su salud era de hierro, sería pura ley de Murphy que justo esa noche sufriese una jaqueca. Al pasar el malestar, volvió a abrir los ojos, pero le costó unos instantes enfocar la vista, y justo entonces otro pinchazo hizo que frunciese el ceño. Mark llevaba un rato en el aseo, volvería en cualquier momento y no quería que la viera así. Podía estar haciendo sus necesidades o quizá consumiendo alguna droga, le daba igual. Cuanto antes saliese y pudiesen volver a la fiesta, mejor.
Esta vez su estómago fue el que se contrajo en un espasmo. El pinchazo de la cabeza se había convertido en un dolor sordo en la base del cráneo e Isabel sintió ganas de vomitar. Sorprendida, vio que seguía sosteniendo el pequeño espejo en su mano y lo dejó sobre la coqueta por miedo a romperlo.
  • Mark... - intentó llamarlo, pero no le salió más que un susurro ahogado.
Iba a vomitar, y no quería que él lo viese, era mejor desaparecer, buscar un cuarto de baño, echarse agua en el cuello y recuperarse antes de volver a entrar en el juego.
Tambaleante y sin poder enfocar bien, Isabel se levantó y salió hacia la sala de estar, abrió lo que pensaba era un cuarto de baño pero se encontró con un armario, en el salón no tuvo mejor suerte así que salió de nuevo al pasillo. Le dio la impresión de que había menos luz que antes, pero quizá fuese un efecto óptico por culpa de su jaqueca. Tuvo que apoyar una mano en la pared cuando se mareó. Volvió a cerrar los ojos con fuerza y mientras todo estaba oscuro, notó un hondo vértigo apoderarse de ella mientras sentía cómo el chal se le escurría por el brazo.
  • Madam – Escuchó a sus espaldas una voz de mujer.
Pero Isabel no pudo girarse hacia ella antes de desmayarse.

Isabel notaba un ligero dolor de cabeza mientras su cerebro comenzaba a despertarse. “Un momento, ¿dónde estoy?”. Abrió los ojos pero todo estaba en penumbra. Estaba tumbada sobre una superficie mullida y estaba tapada. Bajo las sábanas, se llevó las manos al cuerpo alarmada, para tranquilizarse al constatar que seguía llevando el vestido, aunque ya no los guantes. “¿Estoy en el hotel?”. Desde luego no era su cama. Se incorporó y con dedos tentativos buscó el borde del colchón. Cuando lo encontró dirigió ambos pies hacia el exterior, cuidando de que el vestido no se le subiese demasiado y así no se arrugase más que lo justo. Tenía que devolverlo, ¿qué hora sería? Nunca se había desmayado, ya era mala suerte que tuviera que haber sido en mitad de la Red Rose.
Perdida en sus pensamientos, el piloto automático de su cerebro calculó la altura de la cama para bajarse de ella con las medidas modernas, así que la caída fue inevitable y el golpe sordo del culetazo que se dio a continuación reverberó por toda la oscura estancia.
  • Mierda, qué leche me he metido...
Lo peor es que le había parecido oír el característico sonido de la tela rasgándose. Se puso de pie y con las manos extendidas frente a ella comenzó a explorar buscando un camino seguro que la guiase hacia la levísima luz que se filtraba por entre las pesadas cortinas cerradas de la ventana. Al llegar las abrió todo lo posible y la luz de la luna, que antes le había parecido romántica, ahora teñía con unas sombras fantasmagóricas una densa niebla en la calle. Oyó un carruaje de caballos pasando justo en ese momento. ¿Qué hora sería? ¿Había turistas a esas horas paseando por Londres? En realidad le importaba un comino, así que con algo más de luz, comenzó a buscar las de verdad, las led. En las paredes no consiguió divisar ningún aplique o interruptor. ¿Capaces eran los Mountford de haber puesto ese sistema tan hortera de dar dos palmadas para encender y una para apagar? Imposible. Se volvió hacia la cama, probaría mejor suerte con la de la mesilla de noche. Allí estaba, una réplica perfecta de una lámapara de aceite. Buscó el cable donde estuviese el botón pero no tenía. Mierda, ¿era un adorno?.
  • Joder, ¿no hay ninguna luz? - Miró impotente a su alrededor y dudando, dio una palmada. Nada. Dio dos palmadas – Soy imbécil – se dijo.
Su única esperanza era salir al pasillo. Si ya era viernes, y era lo más probable, su madre estaría trabajando por el hotel. No quería encontrarse con ella, saldría sin más y dejaría su número de móvil en recepción para que Mark la llamase y le diese respuestas, pero tenía toda la pinta de que se había desmayado, Mark la había recogido y la había llevado a descansar a una habitación del hotel que no tuviese huésped. Maldición, al final la noche perfecta se había torcido.
Abrió la puerta y se internó en una sala de estar. Era una suite, pero no era la presidencial... ¿O sí? En realidad no podía ver demasiado, quizá estaba más desorientada de lo que creía. En esos momentos una puerta al otro lado de la estancia se abrió, trayendo consigo algo de luz. Una mujer enjuta vestida como una sirvienta o como una peregrina, no estaba segura, le hizo una reverencia a Isabel, haciendo bailar una lámapara de aceite muy parecida a la de la mesilla de la suite.
  • Señora De Benci – murmuró.
Isabel la miró de hito en hito. ¿Una atracción de la fiesta? ¿Aun no había terminado? ¿Pero qué hora sería? ¿Y cómo la había llamado?
  • Disculpe, ¿puede darme la hora?
  • Las cinco y media, madam – contestó solícita la mujer - ¿Puedo serle de ayuda, madam?
  • ¿De la tarde o de la mañana? - preguntó confusa.
  • De la mañana, madam – la mujer parecía sumamente incómoda pero a Isabel se le escapaba la razón exacta. Se había quedado muy quieta, mirando el suelo con actitud sumisa y tensa, parecía esperar que Isabel dijese algo.
  • Si me disculpas... - murmuró, buscando terminar con aquella situación tan rara, pero por lo visto sus palabras sorprendieron aun más a la mujer.
De repente, como si escondiese un resorte bajo sus metros y más metros de tela, la mujer dio un par de pasos hacia atrás, de camino a la puerta pero sin dar la espalda a Isabel, y la abrió lo justo para poder escurrirse por ella y desaparecer.
  • Estupendo, se ha llevado la luz.
Isabel se frotó la nuca y se dio cuenta en ese momento de que ya no le dolía la cabeza. Se encaminó hacia la puerta por donde había desaparecido la extraña mujer pero antes de llegar a ella, ésta se volvía a abrir, solo que fue un hombre con mucha menos pinta de intimidado el que entró. Su nariz hubiera podido arañar el techo si la hubiese subido solo un poquito más, sus ropas negras y blancas parecían las de un mayordomo de las películas, y la reverencia que hizo a continuación, fue como si un palo se torciese y luego volviese a estirarse. Pero al igual que la mujer, se quedó allí plantado, mirando al infinito, como esperando algo. “¿Qué diablos...?”. Sus pensamientos se vieron interrumpidos por un elocuente carraspeo con cierto aire de censura por parte del desconocido. Qué maleducado, ¿porqué no decía nada? ¿quién era?
  • Buenos días – dijo entonces Isabel tomando la iniciativa y confiriendo un tono frío a su saludo.
  • Buenos días, madam. Mi nombre es Hopkins y si usted me acepta, seré su mayordomo – Vale, otro actor – Le pido disculpas por el retraso, se nos notificó su llegada para el día 24 y solo tenemos el personal mínimo en la casa. Hoy mismo comenzaré con la contratación del resto de los sirvientes para poder abrirla por completo. ¿Desea que me encargue también de encontrar una doncella para la señora?
  • Una doncella estaría genial, sí – bromeó Isabel recordando sus lecciones de historia - ¿Y la fiesta? - se centró – Abajo, ¿verdad?
  • Disculpe, madam, ¿desea usted ofrecer una fiesta con motivo de su llegada?
  • No, la fiesta de Mountford, la Red Rose, ¿me puede indicar el camino? ¿O ya ha terminado?

No estoy muy segura de que esta sea una buena historia... Se admiten críticas y sugerencias!
Sandra Barroso

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