13
de junio de 1975
Empieza
el verano, de vuelta a la casa donde reina el frío
Eva
atravesó las puertas de salida del aeropuerto de Barajas empujando
un carrito lleno de maletas. Bebió agua de su botella mientras
miraba por entre la multitud. Enseguida divisó a Teo, que hizo un
ligero ademán con la cabeza a modo de saludo y empezó a acercarse a
ella. Ni siquiera se preguntó por qué su madre no había ido a
recogerla; nunca lo había hecho. Teo se ocupaba de su transporte y
de su seguridad. Aunque siempre era muy parco en sus bienvenidas,
había algo en él que reconfortaba a Eva, quizá porque era un
hombre enorme que, aunque siempre serio, no conseguía quitarse un
aura de bonachón. La contradicción entre su cuerpo de gigante y su
cara gentil siempre hacía sonreír a la muchacha.
Teo se hizo cargo del carrito y
mostró a Eva el camino hacia un lujoso coche alemán de un lustroso
color negro. Le abrió la puerta trasera diligentemente y pasó a
guardar el equipaje en el maletero. En pocos minutos, habían salido
de la terminal y se encontraban cogiendo el desvío del aeropuerto
que se incorporaba a la autopista. Una hora más y, por fin, Eva
habría llegado a su casa, en un pueblo pequeñito y perdido de la
Alcarria, llamado Ciruelas, en la provincia de Guadalajara.
“Su casa”, pronunció Eva
mentalmente. En realidad ella había considerado el colegio de
Moreton Hall su hogar, un internado exclusivo para señoritas en las
cercanías de Birmingham, en Reino Unido. En cambio, el lugar al que
se dirigía más bien le hacía pensar en una jaula dorada. En el
internado no es que hubiera podido salir sin consentimiento, pero al
menos dentro de sus puertas se había sentido libre. Y, como todos
los veranos y todas las navidades, la perspectiva de estar en la casa
de Ciruelas le provocaba cierta intranquilidad. Allí, sus salidas
estaban controladas, previa solicitud a su madre, y solía llegar a
sentirse algo sola, pero sobre todo muy aburrida. El pueblo apenas
contaba con cincuenta y cinco habitantes y su edificio más
emblemático era la encantadora y pequeña iglesia parroquial de San
Pedro de Antioquía del siglo XVIII.
Un lugar ideal para encontrar un retiro de paz y tranquilidad. Pero
Eva era una adolescente.
Habían salido de Madrid, pasado
Alcalá de Henares y la ciudad de Guadalajara. En realidad, Eva nunca
las había visitado, solo las había ojeado desde la ventanilla de un
coche. Y esta vez no fue distinto.
Salieron de la autopista en medio
de ninguna parte en particular y encontraron un pequeño desvío, un
camino de tierra sin indicación alguna. Giraron por este último
para internarse en lo que parecía un campo silvestre. Tras un
kilómetro se encontraba la verja que anunciaba que allí había
algún tipo de edificación. Al parar el coche para dar tiempo a que
las puertas automáticas de la finca se abrieran, las cámaras de la
entrada reconocieron el perímetro con su intermitente luz roja,
advirtiendo a cualquiera que no fuese autorizado a entrar que sería
visto. El camino, ahora de grava, siguió adelante durante otro
kilómetro más hasta que, al pasar una curva, se divisó la casa.
Se erigía como un monstruo que
imitaba el estilo victoriano, de tres plantas, aunque parecía más
alta por estar en lo alto de una colina, con sus muros de piedra
grises y su tejado a dos aguas de pizarra de un gris más oscuro.
Alrededor, un campo abierto de unos dos mil metros cuadrados de
césped verde cortado al mínimo sin ningún rastro de flores, o
árboles, u ornamentación alguna. Todo tenía una apariencia de
sobriedad y rigidez. La casa era tan estricta como su propietaria,
que la había construido siendo Eva muy niña.
Así era el único hogar que
recordaba. Cierto que tenían un piso en el centro económico de
Madrid, que usaba su madre para quedarse de lunes a viernes y llegar
antes a su oficina, pero Eva nunca había puesto un pie en ese
apartamento. Hacía años, recordó, su madre había comprado un
ático en una zona muy popular de la costa mediterránea, pero nunca
llegaron a ir. El único lujo que Ángela Salvador no se permitía
eran unas vacaciones. Así que al final terminaron por vender el
ático unos años más tarde, sin haberlo estrenado.
Eva salió de su ensoñación al
pararse el coche delante de la puerta principal de la casa. Una mujer
regordeta que vestía un uniforme
negro y se
adornaba con una cofia blanca salió contoneando su voluminoso cuerpo
y, con ademanes exagerados, saludó efusivamente a la muchacha.
—Mi niña, ¡cuánto has
crecido! —siempre la saludaba con esas mismas palabras, aunque ya
hacía un par de años que no crecía ni un centímetro.
—Y tú, Pilar, estás mucho más
joven —contestó Eva con sonrisa pícara.
—Ah, pero qué mentirosa que
eres —le dio un cariñoso apretón en la mejilla y levantó el
brazo abarcando la casa—. Pasa, pasa dentro, tu madre te espera en
la biblioteca, yo me ocupo de las maletas, espero que luego me
cuentes todo lo que has hecho desde las navidades.
Eva, en un acto reflejo, estiró
un poco más la espalda ante la mención de su madre. Se adelantó al
interior del edificio, sin reparar siquiera en el amplio hall de
entrada. Con paso rápido accedió por la puerta doble que se
encontraba a su izquierda. Al llegar, y tras titubear solo un
instante, llamó con los nudillos. Cinco segundos eternos y una voz
aterciopelada la instó a pasar.
Su madre estaba sentada tras un
enorme escritorio de roble, hablando por teléfono de negocios, miró
durante un segundo a su hija sin mostrar emoción alguna y volvió la
vista a los documentos que tenía desparramados sobre la mesa. La
biblioteca era una sala enorme forrada de libros, algunos muy
antiguos, y el lugar favorito de Ángela para trabajar. Pasaba allí
más horas que en cualquier otra estancia, incluyendo su dormitorio.
Eva notó que su madre, como
siempre, vestía con exquisita elegancia un traje de chaqueta azul
marino de algún diseñador italiano, siempre era italiano, con un
peinado perfecto y un maquillaje tenue que no escondía casi arrugas,
de eso se encargaba su cirujano plástico. Había leído en el avión
que, en el 2.500 a.c. en la India, era costumbre mutilar la nariz de
los adúlteros, delincuentes y prisioneros de guerra, y como eran tan
frecuentes, la cirugía plástica se desarrolló hasta que se las
ingeniaron para reconstruir las narices de manera muy efectiva, de
hecho actualmente se seguían manteniendo las mismas técnicas con
pocas variaciones.
La oyó despedirse de su
interlocutor y colgar el teléfono con un movimiento lleno de gracia.
Eva desechó sus divagaciones y desdibujó su sonrisa. Su madre echó
otro vistazo a su hija de arriba abajo, mirándola con intensidad.
Acto seguido se levantó y se acercó a ella para estrecharla
brevemente entre sus brazos. Eva tardó un segundo en devolverle el
abrazo, que terminó justo cuando empezaba a sentirse algo más
cómoda.
Al notar que su madre le sonreía,
Eva hizo lo propio.
—Espero que el viaje haya ido
bien.
—Sí, muy bien, gracias
—respondió con educación.
—Excelente. Quisiera comentar
contigo las notas de tu último semestre. Por favor, siéntate.
Aunque sus palabras eran
cordiales, su tono contenía una orden implícita imposible de
desobedecer. Eva se sentó en uno de los sofás orejeros situados
enfrente del escritorio, su madre volvió a su asiento de cuero
italiano.
—Considero que podías haber
sido una estudiante más brillante, pero tus notas han mejorado y la
media con la que te has graduado no alterará los planes para la
Universidad de Zúrich. No obstante, durante este verano he dispuesto
que un profesor particular acuda a esta casa para prepararte para los
cursos superiores en todas las asignaturas más importantes. Además,
este año también contaremos con la presencia del signore
Biancchi para continuar con tus lecciones de pianoforte.
Encontrarás
el horario en el buró de tu habitación.
—Muy bien, mamá.
—Excelente. Entonces, si me
disculpas, debo seguir trabajando.
—Solo una cosa más… —Eva
cogió aire—. Me quedan solo un par de meses para cumplir dieciocho
años y me gustaría aprovechar el verano para inscribirme en una
autoescuela —su madre entrecerró casi imperceptiblemente los ojos.
—¿Hay algún problema con Teo
del que deba estar al tanto?
—No, no, por supuesto que no. Es
solo que me gustaría tener el carnet de conducir —su madre pareció
sopesar todos los pros y los contras, como siempre hacía, antes de
contestar.
—Está bien, supongo que es algo
razonable.
—Gracias, mamá.
—Me ocuparé de ello en cuanto
pueda, ahora, si no hay nada más…
—No, claro, te dejo trabajar.
Hasta luego.
Eva salió de la habitación con
una media sonrisa y andando deprisa se dirigió a las escaleras. Las
subió de dos en dos y ya en la planta superior corrió hacia su
habitación que se encontraba al final del pasillo, aun sabiendo que
las cámaras la grababan haciendo algo que no le estaba permitido…
“Las señoritas
de buena cuna nunca corretean por los pasillos, Eva”, se
burló en voz baja.
Tras la puerta blanca se
encontraba una estancia amplia con una cama con dosel encima de una
plataforma de color blanco lacado. La decoración había sido pensada
años atrás para una niña y con el tiempo no se había cambiado
demasiado por lo que aquí y allá se veían aún toques infantiles
en tonos rosa pastel. Dos puertas conectaban con el cuarto de baño y
el vestidor, respectivamente.
De esta última salió Pilar con
un vestido a medio colgar en una percha y al comprobar que era Eva
quien entraba, lo puso enseguida en su sitio y volvió, sentándose
pesadamente sobre la cama y haciendo gestos a su niña para que
hiciera lo mismo.
—¿Y bien, corazón? Quiero que
me lo cuentes todo, ¿has traído fotos?
—Sí, tata, y además aparezco
en la mitad de las del anuario.
—Esa es mi chica —dijo
orgullosa alzando su redonda barbilla—. Tu madre ha dejado tu
horario de verano allí mismo, vuelve el estirado del italiano ese
con sus clases de música —comentó chasqueando la lengua.
—Sí, me lo ha dicho —afirmó
Eva conteniendo una sonrisa ante aquel comentario—, pero este año
habrá una novedad… - Hizo una pausa para acrecentar el suspense
—¡Voy a sacarme el carnet de conducir! Estoy deseando tener un
coche —dijo con un suspiro.
—¿Y hay profesores particulares
para eso? —preguntó Pilar, escéptica.
—No, tonta, iré a la
autoescuela — sonrió Eva risueña.
—Pues eso está muy bien, niña.
No es sano estar tanto tiempo metida en casa. A veces pienso que tu
madre es un poco exagerada con tanta seguridad… —volvió a hacer
aquel sonidito con la lengua.
—Yo también lo pienso, pero ya
casi soy mayor de edad, y dentro de un par de años me iré de esta
casa con un buen trabajo y saldré todos los días y todas las
noches, ya verás.
—Ay, Evita, no me lo recuerdes,
¿qué haré yo sin ti? —preguntó Pilar con tono melodramático.
—Tú vendrás conmigo.
—Dios te oiga, niña… Pero lo
que tienes que hacer, Dios mediante, es encontrar un buen marido que
te quiera mucho y te dé muchos hijos, y así no estarás tan sola…
—Pilar, como entendiendo que se había excedido, calló
abruptamente y comenzó a alisarse el delantal—. Bueno, y ahora
cuéntame qué tal fue en el colegio.
Este es el futuro y el pasado que conoce Eva, del que está convencida. Pero sus orígenes son un engaño, su presente, una fantasía, y el futuro que se imagina, nunca se volverá una realidad.
Estirpe, y la historia de Eva, es un libro sobre vampiros, sobre sangre que se bebe, sangre que se derrama y sangre que se vende Sobre sangre que bombea un corazón enamorado y sangre que intenta curar un corazón roto. La sangre de la vida, y sin ella, no seríamos nada.
Si quieres el ebook:
Si quieres la novela en físico, puedes preguntar en tu librería más cercana o en varias tiendas online, entre ellas la de la editorial Atlantis:
Espero que te guste,
Sandra Barroso
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